sábado, 11 de octubre de 2008

URBANIDADES 2

EL MIEDO A LAS RESONANCIAS

En aquel tiempo los hombres vivían todos juntos en esa gran ciudad, no existía otra, toda la humanidad estaba concentrada en aquel interminable rejunte calles, avenidas y rascacielos cuya altura nunca a podido volver a igualarse. No es que ahora los arquitectos e ingenieros sean menos diestros, esto debe tener que ver más con el miedo que con otra cosa. El temor a que aquello vuelva a suceder, o algo así.
Y ahí estaban los hombres, que vivían sus vidas en esa colosal estructura que podía observarse desde el cielo. Que era una mancha gris en medio del verde intenso. Nada de ciudades distribuidas a lo largo y ancho de este mundo como ahora, la concepción era otra, todos juntos en un lugar y el resto bosque, el resto naturaleza en la cual los hombres incursionaban esporádicamente y por escasos lapsos de tiempo. Y la ciudad era enorme, la más grande que alguien pudiera imaginar, sus dimensiones quintuplicaban a la mayor de las urbes modernas que puestas todas juntas, solo así llegarían a tener una cierta relación con esta obra.
Dicen que todo empezó con dos señoras, pero para mí esto tiene que ver más con esa cuestión de género que esta en el imaginario de todos nosotros. Pero es lo que se dice y no voy a cambiarlo, después de todo por algo tendrán esa fama de charletas las señoras que hacen las compras en la carnicería o en el mercadito de la cuadra. Lo cierto es que se cuenta que esas dos personas, desconocidas hasta ese momento, caminaban volviendo quien sabe de donde. Y lo primero que notaron fue que estaban cerca, pero no solo eso, sino que también notaron que iban a un mismo paso. A la misma velocidad, una detrás de la otra.
Y no se sabe bien como, pero a los pocos metros ya estaban hablando. El tema tampoco se conoce, pero lo cierto es que tiene que haber sido importante. Caminaban y hablaban, y seguían a un mismo paso, sus voces se entre cruzaban y continuaron caminando por mucho tiempo o el suficiente. Y digo que el tema debe haber sido importante, o que su paso compartido debe haber llamado la atención porque a las pocas cuadras notaron como dos personas más las seguían a su mismo ritmo, dos pasos atrás, a lo cual reaccionaron invitándolas a participar de su paso y sus charlas.
Y así empezó todo, de algo tan chico, pero no es difícil pensarlo si notamos que a las quince cuadras ya eran unas treinta las personas que compartían el paso y el tema. Y la cosa fue que siguieron avanzando, por eso insisto en que tiene que haber sido muy entretenida la cosa, porque nadie se apartaba y por el contrario, cada vez más gente se sumaba. Para la primer noche ya costaba contar la gente, pero cualquiera las personas escuchaban la llegada de esta horda, su paso compartido era una especie de tambor que marcaba el avance a varias cuadras a la redonda. Y así pasaron los días, los meses y para cuando se dieron cuenta eran millones los que recorrían las calles, el paso compartido ya se hacía escuchar desde cualquier punto de esa inmensa ciudad. Y fue entonces cuando las primeras personas, aquellas pocas que habían quedado afuera de la muchedumbre comenzaron a notar que las vibraciones de esos pasos compartidos, esos golpes al unísono, comenzaban a hacer vibrar los edificios, que se bamboleaban, despedían partes de hormigón y amenazaban con caerse. Fueron estas las personas que intentaron avisar a la muchedumbre que dejeran de compartir el paso y la charla, que volvieran a sus cosas. Pero ya era tarde. Estaban demasiado metidos en los suyo como para escuchar a alguien que venía de afuera. Entonces intentaron avisar a los que todavía no se habían sumado, advertirlos del final apocalíptico que les esperaba a todos. Pero era en vano, la gente se sentía intrigada, quería participar, ser parte de, saber de que hablaban esas personas, que por algo compartían el paso y la charla. Y entonces la horda siguió creciendo y con ella las vibraciones, los bamboleos, los derrumbes. Llegó el punto en que estos pocos personajes, cansados de hacer intentos por cambiar las cosas, por salvar a todos, no pudieron más que huir al notar las caídas de los primeros edificios. Corrieron estos personajes hacia los bosques, y solo desde ahí se dieron la vuelta para observar como la ciudad se desmoronaba sobre si misma en un último estruendo, sepultando a todo y a todos.
Fueron esos pocos hombres, apenas cientos, los que distribuidos por el mundo fundaron pequeñas ciudades, que por definición solo podrán ser la sombra de aquella primera. Y bien lo hicieron, alejándose lo más posible y creándolas en todos los puntos del planeta. Ya hace siglos de esto, nadie lo recuerda. Quizás porque les da lastima o miedo recordar, insisto que de esto los únicos que pueden llegar a tener algo para decir son los abuelos. Por lo menos así fue por mi parte, tal vez alguno de ustedes pregunte y tenga la misma suerte. Lo cierto es que el hombre moderno ha olvidado o pretende olvidar aquél fatídico suceso, que llevó casi a la extinción de la raza humana. Digo “pretende olvidar” porque es evidente que en el fondo todos llevamos ese recuerdo adentro, que quedó impregnado en la retina de esos primeros seres que de suerte lograron escapar, esa imagen de la gran ciudad desplomándose sobre si misma y tragándoselo todo. Una imagen que los hombres de las ciudades no lograran sacar de sus genes.
Es por eso que desde ese día, todos toman las precauciones del caso en un acto que bien no entienden, y que en el fondo no es más que el miedo a la resonancia que esta presente en todos los herederos de aquellos primeros colonos. Que aceleran o reducen el ritmo desesperados cuando notan que lo están compartiendo con otro transeúnte. Que se sienten perseguidos o perseguidores. Que llevan dentro ese miedo a la resonancia que empieza de a dos, esa sensación en el pecho que no es otra cosa que la transfiguración del colapso de la gran ciudad. Que no pueden compartir el paso y se ponen nerviosos al notar que lo están haciendo. Que no ven en la resonancia de dos caminantes más que la charla y un fatídico final.

//malaprendidos//

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