miércoles, 15 de agosto de 2007

LA PUNTADA



Me levanté. No pude sacudirme el desgano, la tarde, la nieve, toda esa mierda. Lo noté por primera vez cuando caminaba hacia el cuarto. Como una puntada en la espalda, algo así. No sabría bien como referirme a aquella sensación, tampoco se si importa tanto… El tema es que lo noté, me di cuenta que no era la primera vez que pasaba y que eso era lo que más dolía. ¡Que pelotudo me sentí en ese momento! Me la imaginé, una, dos, mil veces haciendo “aquello” allá atrás donde no podía verla. Frené el paso y ya bien caliente me di la vuelta. Pocas cosas odio tanto. Digo, eso de sentirse pelotudo. Tener que ceder a la mirada “comprensiva” de los otros, tener que dirigirla al piso ¡Mirar el piso! Haber perdido toda altura ¡Lo tenía frente a mi! ¡Lo tuve tanto tiempo! Aquella vez en Mar del Plata o esa reunión en la casa de Joaquín. Sus ojos hinchados, las mejillas huesudas, el sudor de sus manos ¡Como no haberlo notado entonces! Es obvio que no quise hacerlo ¿Quién querría? Seamos sinceros… Me tocó un dolor por partida doble. Me dije -lo se, lo sabía- y me imaginé que sabían. Sobra, desperdicio, que estúpido sonaba hablar ahora de pingüinos en la cama. Un pingüino mutilado quizás o tan solo una ceniza ¿Cómo mirar a alguien a los ojos ahora?
Ya estábamos frente a frente y le grité: ¡Ya se que te reís cuando te doy la espalda! ¡Se que se ríen y allá ellos con su risa! ¡Ya se que no vas a volver!¡No necesito de tus fluidos! Puedo con mi vida y puedo con la noche.
Nunca le pegué a nadie, eso se los juro. Pero en ese momento no me pude manejar y le di un cachetazo. Luego todo se rompió y no me preocupe por levantar nada. Volví hacia la puerta y me di cuenta que la puntada seguía ahí en mi espalda.

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